sábado, 26 de mayo de 2007

Río Arriba, parte II


El la clase de algún jueves uno de los ancianos del pueblo entró al salón, pidiendo hablar con el maestro. Éste nos ordenó silencio y se acercó para hablar con el viejo. Después de un intercambio de susurros el profesor despidió al anciano con una palmada en el hombro y volteó hacia nosotros -Jóvenes, formen una fila de dos en dos. Hoy van a saber como es un verdadero soldado-.
Emocionados, cruzamos el pueblo siguiendo al maestro. Mi hermano iba a mi derecha. Excitado, sus ojos brillaban imaginando lo que veríamos. Yo también deje mi mente volar, viendo tanques, aviones, pelotones completos, generales uniformados, trompetas y tambores. Pateábamos el piso, levantando polvo. Fuimos los últimos en llegar pero nos abrimos paso entre la gente.
-¡Conciudadanos!-gritó un soldado portando una bandera-,el emperador requiere de sus servicios.
Solo habían dos soldados. El que había gritado era alto y flaco, con un bigote mugroso y ojos hundidos, cargaba la bandera imperial amarrada a un palo que recargaba en su hombro. El otro también tenía bigote pero era gordo y bajo, montaba un caballo desnutrido y era helénico que portaba un arma: una espada vieja y poco amenazante.
-Como ustedes saben,- reanudó el flaco- se acerca el invierno y se pide su apoyo para nuestros soldados.
Todos escuchaban atentamente al soldado, pero yo cruzaba una mirada molesta con mi hermano. Esperábamos como mínimo haber visto un rifle.
-Necesitamos que traigan a sus perros para despellejarlos y así poder usar sus pieles para proteger a los soldados del emperador del amenazante frío.
Los mayores tardaron en moverse. No era lo que esperaban escuchar. Pero comenzaron a dar vuelta y dirigirse a sus hogares. Por un momento solo quedamos los estudiantes, el maestro y unos ancianos frente a los soldados. A mi me parecían una farsa, con uniformes gastados y zapatos de campesino. Un insulto para el gran ejército imperial de que tanto nos hablaba el maestro. Le iba a mencionar esto a mi hermano cuando comencé a escuchar ladridos; los soldados también los percibieron, uno clavó la bandera y el otro desmontó. Cada familia traía a su perro. Algunos lo traían tirando de una soga, dando fuertes jalones que eran respondidos con chillidos, otros los hacían avanzar mostrándoles un pedazo de carne, unos cuantos seguían a su amo felizmente. El soldado gordo pidió que formaran una fila para tener y vi a mi padre ponerse detrás de una señora con un perro blanco y peludo. No se me había ocurrido buscarlo antes entre el tumulto de la gente, pero mi molestia era tan grande que ni siquiera recordaba que teníamos perro. Mi hermano, que había estado ocupado viendo a los soldados pedir las herramientas necesarias, también se sorprendió cuando le señale a nuestro padre formado.

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