El la clase de algún jueves uno de los ancianos del pueblo entró al salón, pidiendo hablar con el maestro. Éste nos ordenó silencio y se acercó para hablar con el viejo. Después de un intercambio de susurros el profesor despidió al anciano con una palmada en el hombro y volteó hacia nosotros -Jóvenes, formen una fila de dos en dos. Hoy van a saber como es un verdadero soldado-.
Emocionados, cruzamos el pueblo siguiendo al maestro. Mi hermano iba a mi derecha. Excitado, sus ojos brillaban imaginando lo que veríamos. Yo también deje mi mente volar, viendo tanques, aviones, pelotones completos, generales uniformados, trompetas y tambores. Pateábamos el piso, levantando polvo. Fuimos los últimos en llegar pero nos abrimos paso entre la gente.
-¡Conciudadanos!-gritó un soldado portando una bandera-,el emperador requiere de sus servicios.
Solo habían dos soldados. El que había gritado era alto y flaco, con un bigote mugroso y ojos hundidos, cargaba la bandera imperial amarrada a un palo que recargaba en su hombro. El otro también tenía bigote pero era gordo y bajo, montaba un caballo desnutrido y era helénico que portaba un arma: una espada vieja y poco amenazante.
-Como ustedes saben,- reanudó el flaco- se acerca el invierno y se pide su apoyo para nuestros soldados.
Todos escuchaban atentamente al soldado, pero yo cruzaba una mirada molesta con mi hermano. Esperábamos como mínimo haber visto un rifle.
-Necesitamos que traigan a sus perros para despellejarlos y así poder usar sus pieles para proteger a los soldados del emperador del amenazante frío.
Los mayores tardaron en moverse. No era lo que esperaban escuchar. Pero comenzaron a dar vuelta y dirigirse a sus hogares. Por un momento solo quedamos los estudiantes, el maestro y unos ancianos frente a los soldados. A mi me parecían una farsa, con uniformes gastados y zapatos de campesino. Un insulto para el gran ejército imperial de que tanto nos hablaba el maestro. Le iba a mencionar esto a mi hermano cuando comencé a escuchar ladridos; los soldados también los percibieron, uno clavó la bandera y el otro desmontó. Cada familia traía a su perro. Algunos lo traían tirando de una soga, dando fuertes jalones que eran respondidos con chillidos, otros los hacían avanzar mostrándoles un pedazo de carne, unos cuantos seguían a su amo felizmente. El soldado gordo pidió que formaran una fila para tener y vi a mi padre ponerse detrás de una señora con un perro blanco y peludo. No se me había ocurrido buscarlo antes entre el tumulto de la gente, pero mi molestia era tan grande que ni siquiera recordaba que teníamos perro. Mi hermano, que había estado ocupado viendo a los soldados pedir las herramientas necesarias, también se sorprendió cuando le señale a nuestro padre formado.
Emocionados, cruzamos el pueblo siguiendo al maestro. Mi hermano iba a mi derecha. Excitado, sus ojos brillaban imaginando lo que veríamos. Yo también deje mi mente volar, viendo tanques, aviones, pelotones completos, generales uniformados, trompetas y tambores. Pateábamos el piso, levantando polvo. Fuimos los últimos en llegar pero nos abrimos paso entre la gente.
-¡Conciudadanos!-gritó un soldado portando una bandera-,el emperador requiere de sus servicios.
Solo habían dos soldados. El que había gritado era alto y flaco, con un bigote mugroso y ojos hundidos, cargaba la bandera imperial amarrada a un palo que recargaba en su hombro. El otro también tenía bigote pero era gordo y bajo, montaba un caballo desnutrido y era helénico que portaba un arma: una espada vieja y poco amenazante.
-Como ustedes saben,- reanudó el flaco- se acerca el invierno y se pide su apoyo para nuestros soldados.
Todos escuchaban atentamente al soldado, pero yo cruzaba una mirada molesta con mi hermano. Esperábamos como mínimo haber visto un rifle.
-Necesitamos que traigan a sus perros para despellejarlos y así poder usar sus pieles para proteger a los soldados del emperador del amenazante frío.
Los mayores tardaron en moverse. No era lo que esperaban escuchar. Pero comenzaron a dar vuelta y dirigirse a sus hogares. Por un momento solo quedamos los estudiantes, el maestro y unos ancianos frente a los soldados. A mi me parecían una farsa, con uniformes gastados y zapatos de campesino. Un insulto para el gran ejército imperial de que tanto nos hablaba el maestro. Le iba a mencionar esto a mi hermano cuando comencé a escuchar ladridos; los soldados también los percibieron, uno clavó la bandera y el otro desmontó. Cada familia traía a su perro. Algunos lo traían tirando de una soga, dando fuertes jalones que eran respondidos con chillidos, otros los hacían avanzar mostrándoles un pedazo de carne, unos cuantos seguían a su amo felizmente. El soldado gordo pidió que formaran una fila para tener y vi a mi padre ponerse detrás de una señora con un perro blanco y peludo. No se me había ocurrido buscarlo antes entre el tumulto de la gente, pero mi molestia era tan grande que ni siquiera recordaba que teníamos perro. Mi hermano, que había estado ocupado viendo a los soldados pedir las herramientas necesarias, también se sorprendió cuando le señale a nuestro padre formado.
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