Pienso en Dean Moriarty. Desde esta banca me imagino las posibilidades de escritores que cruzaron el parque hace cuarenta o cincuenta años. Antes que nadie me imagino a Kerouac, fumando y con un libro en la bolsa de su chamarra. Está recargado bajo los arcos, termina su cigarro y camina hacia el otro punto que puedo estar seguro existía en los sesentas: la iglesa. No mira el piso que mi mente trata de adivinar sino hacia arriba y piensa que el cielo en México parece estar más lejos que en cualquier otro lugar. Se sienta en la entrada de la parroquia y prende otro cigarro. Lo dejo de ver porque ahora se acerca una figura aún más indefinida: qué pensamientos tengo ahora de ti, Allen Ginsberg. Mi imaginación no se decide con cuál Ginsberg jugar y por ello está continuamente cambiando entre el imberbe jóven confundido, el barrigón barbón y el sonriente viejo que hace yoga. Por suerte los tres usan los mismos lentes negros que parecen flotar mientrar detrás de ellos aparecen y renacen tres cuerpos diferentes. Entonces los lentes aéreos cruzan la plaza y se instalan junto a Kerouac, le agradecen pero niegan un cigarro y se clavan en el inalcanzable cielo sobre San Juan Bautista. W. Burroughs también vino a México, tal vez a Coyoacán, pero mi imaginación no podía con él: sin suficiente información temía caer en la ficción total. El Coyoacán imaginario de los cincuentas se quebró y todo comenzó a imitar una presa rota que comienza a inundar un valle. Cortázar visitó México, pensé, tal vez amigos lo trajeron a conocer la plaza. De inmediato vi al mayor de los cronopios feliz de estar bajo la sobra del kiosko, complacido, fumando, sin ganas de que mi imaginación lo metiera en una situación compleja. Y aquí noté que el humo que exhumía Julio era un humo que dibujaba o revelaba una serie de figuras que jugaban a destiempo en el aire y tuve que reconocer que las aguas ya habían tapado el valle con toda suerte de anacronismos y aventuras. En una banca opuesta a la mía Lowry y Lawrence, que viviéron y escribiéron sobre México, sentados, brazos cruzados, piernas extendidas y sin abrir la boca. Los vecinos, separados más por tiempo que por cuadras, Tablada y Elizondo, se bajaban de un micro. Cuando vi a la insondable Gabriela Mistral sentada en un café que nunca existió entré en pánico, pensando que las aguas llegaban a lo ridículo. Me tranquilicé cuando entendí que todos, en persona o en libro, han estado en Coyoacán. Pienso en Dean Moriarty.
Casi siempre mandaba los textos sin título. El título del texto que acaban de leer se me ocurrió cuando el editor de la revista me llamó para decirme que sí lo iban a publicar. Me parece un título bastante vago, pero que funciona. En la publicación pusieron mi título en letras negras y pequeñas y debajo de ellas escribieron: KEROUAC, GINSBERG, CORTÁZAR... EN COYOACÁN. Poco sutil. También tuvieron la idea de poner diminutas fotos de los autores junto a sus nombres. Pusieron una foto de Dean Moriarty, la cual me parece que es de una película. También, después de Lowry y Lawrence, pusieron una foto de una mujer y un señor con lentes y barba estilo Lincon, no sé de qué sea. No me pareció tan mala idea lo de las fotos, la ejecución no fue la mejor. Siempre pensé que algo interesante hubiera resultado de sentarme a hablar con la diseñadora gráfica de la revista sobre cómo presentar el texto (por lo menos cierta coherencia entre contenido y diseño) pero ni lo sugerí y ni hubiera habído tiempo.
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